42K Mi Carrera

Preguntas en Donovan, respuestas en Rosario

(24 de septiembre de 2021). /// Por Maximiliano Molina.

Domingo 18 de julio en Donovan. 7:50 de la mañana. El termómetro del tablero en el auto marca -6°. Lo pienso una y otra vez: ¿qué hago acá?. Con palabras de aliento de mi entrenador y amigo Nicolás Duarte, y abrigado como nunca, empiezo a correr. Es de noche aún y tengo 32K por delante. Los primeros minutos son crueles: a pesar de llevar guantes, me duelen los dedos; por eso muevo mucho las manos. El asfalto parece crujir, el césped está blanco por la helada y el agua estancada, congelada. ¿Por qué hago esto?, ¿para qué sufro así?’, me pregunto y me reprocho.  Veo el amanecer, la temperatura corporal y en el ambiente suben, mis pensamientos se vuelven más positivos.

Más adelante me sumo al trote de Jésica Gri Toselli y Marina García, dos compañeras del Team; ellas preparan 21K y también tienen varios kilómetros por delante. En equipo, el entrenamiento se hizo más ameno pero pronto vuelvo a la soledad para encarar la última mitad. Más tarde, voy por la avenida Santos Ortiz, los otros integrantes del equipo pasan y tocan bocina, dan aliento en el momento justo. El recuerdo es grato. Aquel trabajo lo terminé a media mañana. A esa altura ya había olvidado el inicio gélido y lo finalizo con una sonrisa de satisfacción.

Aún faltaban dos meses para mi tercera Maratón. Ya había corrido los 42K en Buenos Aires en 2013 (4h10m) y en Mendoza en 2019 (4h01m). A la primera la había disfrutado, a la segunda no tanto. Esta vez quería volver a las sensaciones de aquel debut hace ocho años atrás pero a un ritmo más veloz. Aquella mañana en Donovan, mientras corría, también analicé como plantearía la carrera. A decir verdad, hice muchos entrenamientos de larga distancia preparando los 42K en Rosario, pero ese que describí no fue uno más.

Domingo 19 de septiembre en Rosario. 6:40 en el reloj. Vamos caminando con Nico Duarte y Laura Galise rumbo a la largada de la “Maratón Internacional de la Bandera”. De repente, aparece frente a nosotros un cielo rojo, increíble. Ese amanecer se reflejaba en el Paraná y recordé todos los amaneceres que vi en mi preparación para la carrera. Entre ellos, aquel de Donovan.

Uno o dos minutos después de las 7:30 comenzó la carrera para mí en frente del “Monumento Histórico Nacional de la Bandera”. Los primeros tres kilómetros me asustaron un poco. Sentía muy pesadas las piernas. Empecé a buscar razones: las horas manejando el día anterior, el poco descanso la semana previa. Sabía que el entrenamiento estaba y la fortaleza mental también, y eso me tranquilizó.

Encontré el ritmo: 5m10-5m15s. Ahí estaba mi carrera. En el 6K volvimos a pasar por el Monumento y veo que aparecen Patricia Vázquez y Walter Sosa, de Amigos en Movimiento, quiénes filman con sus celulares y alientan a cada corredor de San Luis. Me motivan, gritan, siento esa energía positiva. Ya estoy en carrera.

Voy solo, concentrado y en el 8K encuentro a Sabina González –mamá de Nicolás- a la vera del circuito, quién consulta si va todo OK. Asiento con mi pulgar arriba. Aún no hablo con otros competidores, algo que suelo hacer en largas distancias para distraerme un poco. De repente, veo que vienen en dirección contraria los líderes de la Media Maratón. Me pone muy feliz cuando diviso a Luis Molina liderando. Le pegó un fuerte grito de aliento. Pasa volando rumbo a la meta y con unos 50 metros de diferencia con respecto a su más inmediato perseguidor. Un par de minutos después, y tras pasar por el “barquito de papel” los veo a Gastón Cambareri y Mario Rosales. Nos saludamos y damos fuerza. Van firmes, a la par, con la remera de San Luis. Sigue mi carrera. Voy mirando el río, disfrutando, manteniendo el plan sin sobresaltos.

Tras el primer retome, en el 16K, voy en busca de la primera Media Maratón.  Justo cuando paso el 21K, otra vez “Pato” y Walter saludan. Casi al mismo tiempo, en dirección contraria pasa Nico Duarte. Nos hacemos señas de cómo va cada uno. Lo veo bien y eso me alegra.

Arrancan mis charlas al trote. Son dos corredores de  unos 30 años calculo, de Zárate (Bs.As.). Con uno hablamos un rato, el otro solo respondía con monosílabas. De repente, veo a Rosa Camargo, de Estatus Run. Ella encaraba la última parte de la Media Maratón.  Nos saludamos y nos deseamos éxitos para lo que quedaba. Otro retome en el 24K y allí está Erika, mi esposa, que me alienta y me da esa fuerza necesaria para lo que viene. Es un punto estratégico porque empieza a acercarse ese momento en donde uno sabe “que empieza la carrera”.

“Pato” y Eduardo, los “amigos en movimiento” -nunca mejor dicho-, incondicionales con los puntanos. Otra vez los cruzo en el 28K y seguían inyectando emoción. A esa altura ya voy charlando  con un corredor de Villa Constitución (Santa Fe). Sin darme cuenta, paso un parcial debajo de 5m. Me lo reprocho y vuelvo al plan.

Otro retome en el 32K y arranca lo mejor. Es solo es una forma de decirlo. Estoy bien y en mi cabeza me propuse ir kilómetro a kilómetro, en cuenta regresiva, no pensar en el final. Ya no iba en el 33K sino que decía “9”. Cuando pasé el 34K en voz alta dije: “8”. Del 35 al 39K se me fueron los parciales 30 o 40 segundos arriba. Músculos de ambas piernas quisieron “tomarse” más de una vez pero con mi cabeza me repetía “dale”, “dale” y avanzaba.

Llegué al 40K, tenía el cartel enorme delante de mí y de repente, un calambre en la pantorrilla derecha. Paré un instante sin desearlo ni pensarlo. Se me vinieron encima todas las mañanas de frío que pasé preparando esta carrera, el esfuerzo que llevó estar ahí, el tiempo que quité a mi familia para salir a entrenar. Todo en escasos 10 o 15 segundos. Me insulté y arranqué de nuevo. El 41K era una bajada que en condiciones normales se disfrutaría pero a esa altura era una dificultad. Tras eso, la recta final.

Iba para adelante. Con pocas fuerzas, pero iba. Cabeza alta, “mirando al horizonte”, como siempre me decía Aníbal Schlottke, capitán de “La Tropa”, emblemática agrupación que me abrazó cuando llegué a San Luis. Cuando llegué a la zona del vallado sabía que la meta estaba cerca. Veo a Erika, que con los ojos emocionados, me grita: “dale, dale, ya estás”. Y corre al lado mío del lado de afuera de las vallas. Vi la meta, a unos 200m. Tantas veces la visualicé en mi cabeza en los meses previos y ahí estaba….era una realidad.

En ese momento, volví a Donovan y a mis preguntas: ‘¿Qué hago acá? ‘¿Por qué hago esto?, ¿para qué sufro así?’. En esa recta final en Rosario, con la gente gritando, y el arco de llegada cada vez más grande, encontré las respuestas. Todo fue para vivir ese instante inigualable, mágico, difícil de describir, con lágrimas en los ojos. A cada paso, la emoción a flor de piel crecía. Crucé la meta en 3h47m y el corazón me estallaba de felicidad. Definitivamente, todo valió la pena.

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